La foto reposaba sobre el mueble frente al escritorio de mi abuelo. La figura de mi tía vestida de novia, con un majestuoso vestido blanco, la piel blanca y las mejillas rojas. No sonríe, no llora, no gesticula. Su gesto es una milésima de ausencia atrapada en una imagen.
La foto mate, deja ver algunos granos de la imagen, eso le da calidez, un aire un poco antiguo que contrasta con el color de la foto.
El marco delgado, plateado brillante, encuadra la foto. Te avisa de que es su interior hay algo importante, algo un poco frío sin embargo.
Te llama la atención sobre la única porción brillante de la imagen, el fondo negro, grumoso, se interrumpe en un lugar muy concreto por una mancha negra más brillante. Una mancha cuidadosa, estratégicamente colocada. A la altura de la cabeza de mí tía.
Mi tía, parece, que se casó con una sombra, con una mancha para la familia. Parecía que todo el silencio, todo el rencor, todo el dolor salía de aquella mancha brillante negro sobre negro sosteniéndose a sí misma sobre el estante.
La mancha de alargaba, cambiaba de forma, extendía sus tentáculos oscuros e invisibles en cada conversación, en cada gesto. En el nacimiento de los nuevos bebés que no han visto el dolor con sus ojos pero que lo viven, lo absorben del vientre materno, con las partículas diminutas de la mancha negra que corre por los capilares de su madre y llega a la placenta.
Nacen, y crecen, y nunca preguntan. Solo conocen la pesadez del silencio, la gravedad que genera la presencia invisible de aquello.