Amorespejos

Su amor fue el de los espejos: Él no la vio a ella, ni ella a él, sólo veían su propio reflejo en el otro. Por eso, cuando se cruzan por la calle después de haberse quebrado fruncen la nariz y aprietan el paso: no soportan ver su rostro roto frente a sí. Argos de cien ojos acusadores recordándoles quiénes podían llegar a ser.

La última actuación

Introducción:

Este cuento lleva escrito más de diez años, nunca me había atrevido a publicarlo como un relato acabado, siempre pensaba que estaba incompleto aunque en realidad me gustaba en general, a excepción de pequeños detalles incómodos como chinas que se te meten en los zapatos.

Finalmente me atrevo a publicarlo como un todo acabado (al menos de momento) gracias a la ayuda de un buen amigo, Borja González Alpuente, que ha sido capaz de que el cuento convenza cambiando apenas unas palabras. No hay muchas maneras de leer las creaciones de Borja en internet, pero ha tenido a bien dejar que publique aquí un cuento con el que ganó un concurso hace unos años (cuando aún era joven, dice él) y que creo que servirá para que se hagan una idea de su talento.

¡Gracias, artista!

Ahora sí, se abre el telón ¡Disfruten!

La última actuación

Podría haber pasado desapercibido por su delgadez, quizá por su altura, y sin embargo, había algo en él que llamaba la atención: algo sutil y profundo que hacía que los ojos de cualquiera le dirigieran una mirada, casi siempre curiosa, con el brillo atento que deben tener los ojos del detective cuando busca la clave que le ayude a resolver el crimen.

Quizá fueran sus ojos claros o los pocos adornos metálicos en su rostro  los que hacían imposible no dedicarle un instante de atención. Le llamaban el “Mago” y yo nunca supe su nombre real. Siempre sospeché que era Dani, probablemente porque me lo dijera alguien, y, sin embargo, tampoco importa: cuando descubrimos la esencia de una persona tendemos a olvidar detalles tan nimios como su nombre. Como si al entender el significado de una palabra pudiéramos abandonar el significante y jugar con el significado puro, con el propio concepto.

¡Jugar! Igual que jugaba él con los malabares pasándolos de una mano a otra, o con las cartas, rompiéndolas y reconstruyéndolas con un soplo. Admito  que siempre me cautivó la magia: esa manera de manipular la realidad para que parezca que está a tu servicio, esa mentira que se cree a la vez el cosmos entero. Debe ser maravilloso contemplar los ojos abiertos, atónitos, del público; ver las palmas de sus manos expuestas hacia arriba mientras se pregunta cómo fue posible tal ilusión. Él, cuando sucedía aquello, sonreía de medio lado y te miraba tras los cristales de sus gafas, como el duende que oculta su tesoro al final del arco iris. Yo le besaba entonces en la mejilla, agradeciéndole su actuación. Para mí, más que un pasatiempo, significaba la posibilidad de la existencia de otra realidad donde realmente los sobres de la sacarina podían romperse y al segundo estar intactos, llenos del polvillo blanco que antes se diluía en el aire como humo, o donde la carta que habías extraído de la baraja aparecía en el bolsillo trasero izquierdo del pantalón de tu acompañante. Toda la sala exclamaba “¡Ohhhhhhhhhhhhh!” como una boca única, preguntándose a qué extraño mundo paralelo había ido a parar la chica mientras los sables atravesaban la caja donde supuestamente se escondía.

Fue precisamente al final de una de estas actuaciones cuando sucedió, cuando supe por qué el “Mago” resultaba tan enigmático, tan magnético, tan atrayente. Yo estaba esperándole en el camerino, con el rumor de fondo de los aplausos tras el telón de fondo. Le imaginaba deshaciéndose en reverencias, saludando con esa extraña boina de pana que siempre le cubría su afeitada cabeza y ruborizándose con el sonido de cada aplauso como si fuera el primer día. Un instante después, una explosión ahogó el sonido del público y el “Mago”, aún enredado en jirones de humo, apareció al instante en la habitación procedente del laberinto que comenzaba en la trampilla del escenario. Me miró con fijeza. Por primera vez desde que lo conocí no sonreía.

-Esta ha sido mi última actuación – dijo sin rodeos. Le creí, por supuesto, porque sus labios nunca mentían. Se sentó en una silla de madera frente a mí y comenzó a extraer monedas de mi orejas y de mi nariz a un ritmo tan frenético que mis ojos apenas podían seguir sus manos. Sólo cuando hubo en el suelo una montaña de ellas cubriendo nuestros pies me hablo de nuevo. –Estoy cansado de ser el único que conoce la realidad, de saber de dónde provienen  las monedas, de visitar ese mundo a la menor oportunidad. ¿Me entiendes?, dime que me entiendes. Porque esta moneda sólo será una moneda mientras yo quiera que lo sea –y mientras decía esto se convirtió en una rosa que tendió hacia mí-. ¿Lo ves? ¿Comprendes bien lo que te ofrezco?-.

Supongo que lo hice, que comprendí lo que me insinuaba, porque desde entonces puedo ir al mundo donde los malabares bailan sin manos que los arrojen, donde las cartas se rompen y recomponen a placer, donde dos más dos podría ser cuatro o una paloma, y, como en las paradojas de Zenón, la distancia que me separa del tacto aterciopelado de la rosa es infinito. Oigo los aplausos hoy y son los mismos que sonaban mientras él sonreía de lado. El tiempo, ese conejo en la chistera, ha dejado de tener consistencia, y el “Mago” -hoy o ayer, tanto da- me observa como después de cualquiera de sus efectos, sólo que esta vez no enseña sus mangas vacías porque en ella solo hay monedas, infinitas monedas, y ningún truco que esconder.

Comida a domicilio

El flexo de la sala titilaba inconstante sobre su cabeza. Recostada en su asiento, sostenía la mirada penetrante del agente que la interrogaba.

– Todas las pruebas señalan a su persona, señorita Balasa.

-¿Puedo fumar?-preguntó ella sin apartar la mirada, a la vez que sacaba un cigarrillo del bolsillo que algún incompetente había registrado sin esmero.

El agente Rodríguez suspiró con fuerza y se resignó a encender el cigarrillo. Ella se acomodó en la silla curvando la columna. Un brazo colgando tras el respaldo y el codo contrario en el reposabrazos. Sólo se movía su antebrazo para fumar parsimoniosamente, con un movimiento de muñeca indescriptiblemente erótico. Podía ver sus labios besando el filtro del cigarrillo entre el humo recién salido de su boca. Pensó que en otra situación, con otras circunstancias, entre ellos hubiera podido haber algo.

– El testigo asegura haber visto al señor Castillo entrar en la vivienda que ambos compartían a las once de la noche para no salir nunca más. La gente no desaparece sin más, señorita Balasa, y esta ocasión no es una excepción.

Ella se movió lentamente, casi sin moverse, agitando todo el aire cargado de la habitación.

-Él nunca comía orégano después de las 10 ¿sabe?- Rodríguez se alegró, después de horas de interrogatorio parecía que la mujer comenzaba a colaborar- Cuando una mujer quiere orégano en su cena quizá haya que darle orégano en su cena- dijo pensativa, acompañando con el movimiento de sus manos el ritmo de sus palabras- ¿Me sigue? – Claro que la seguía, cualquier ser humano que haya vivido mínimamente conoce la agonía de la privación.- Yo no sabía qué ocurriría- añadió- y pensé que tras años de sacrificio, un poco de orégano en la comida no haría daño a nadie.- Por un momento ella pareció indefensa y absolutamente inocente para volver inmediatamente después, con una calada a su cigarrillo, a su estado de pasiva peligrosidad.- Pero no me arrepiento de lo que hice- afirmó mientras Castillo la mirada fascinado por su repentina verborrea.

– Aquella sopa hubiera sido un desperdicio sin orégano ¿Sabe lo que es creer conocer a alguien y no conocerlo en absoluto?- hablaba con serenidad, las palabras se deslizaban sobre su voz cálida y grave y llegaban a sus oídos sutilmente, como el humo dibujada formas psicodélicas en el espacio que les separaba.- Eso es traición- añadió como volviendo en sí- y justifica todo lo que haya hecho-.

– ¿Y qué es lo que ha hecho, señorita Balasa?

– Me lo comí- respondió tranquilamente mientras una sonrisa asimétrica y juguetona se esbozaba en sus labios.

– Señorita Balasa, usted y yo sabemos que eso es imposible, usted y yo sabemos que un cuerpo humano, en 48 horas…no hemos encontrado ni rastro de él. Usted lleva tomándonos el pelo desde que entró aquí-. Rodríguez empezaba a impacientarse, los últimos dos agentes que la habían interrogado habían recogido la misma versión de los hechos, y la habían tomado por loca.

– ¿Y quién ha dicho que fuera un cuerpo humano, Rodríguez?

– Usted afirma que se lo comió, a Castillo.

– Así fue, pero él entonces ya no era él ¡Cómo me dolió que me traicionara!

– ¿Y quién era?

– Fue culpa del orégano ¿sabe? yo desconocía los efectos que tenía en él. Nunca confió en mí lo suficiente para contármelo, pero supe cuál era la causa nada más verlo de aquella manera sobre el sofá.

– ¿De qué manera lo vio?

-Ya se lo he dicho a sus compañeros.

– Ellos la han tomado por loca, yo quiero creerle.

– Era una pizza- confesó avergonzada pero con aplomo- de todos los alimentos que podía haber sido eligió convertirse en el único al que no podía resistirme, quizá por eso me gustaba tanto- parecía que hablaba para sí, como reflexionando sobre su propia existencia- Tuve que comérmelo ¿sabe? – Rodríguez la miraba desconcertado, la boca abierta, los ojos temblorosos ¡Él que creía haberlo visto todo!- aunque sabía que era él y precisamente porque sabía que era él, porque él nunca me había revelado su secreto.

-Mire, señorita Balasa- suspiró Rodríguez- no tenemos pruebas concluyentes sobre su culpabilidad y su confesión es del todo increíble. Como lleva más de 24 horas aquí debo dejarla marchar, pero siento que dejo marchar a una asesina.

-Mejor llámeme caníbal- La señorita Balasa se levantó de su silla con una elegancia felina y apagó la colilla en el cenicero que había sobre la mesa. Mientras lo hacía, susurró algo a Rodríguez que la miraba presa de una mezcla insoportable de miedo, atracción e impotencia.

– Juan 8:32- dijo ella en un murmullo casi inaudible- Él siguió su contonear de caderas hasta que hubo abandonado la sala de interrogatorios e incluso después, a través de la rendija de la puerta que se quedaba entreabierta.

Aquella noche al llegar a su cuchitril de soltero en pleno centro de la ciudad, consultó su manida biblia escolar en busca de la cita que la mujer había susurrado. De alguna manera, él siempre creyó aquella versión alocada de los hechos, de alguna manera siempre creyó que aquella mujer serena y segura de sí misma no mentía. Al leer la frase que aparecía ante sus ojos, un escalofrío recorrió su espalda:

La verdad os hará libres

Respete la señalización

Atravesó la puerta en busca del exterior, la cámara de vigilancia seguía sus movimientos mientras ella pensaba en las personas que se besaban o dormían en el cajero, y en el espectáculo que vería el vigilante que revisara las grabaciones. Empujó la puerta, muy ocupada en colocar el dinero en su cartera, guardar la tarjeta, leer el recibo y salir corriendo a coger el autobús.

No le dio tiempo a leer el cartel que colgaba de la puerta a la altura de su cintura y que rezaba:

«EMPUJE»

El tiempo pasó y el cartel siguió colgado del mismo lugar, dictando su respuesta a todo aquel que dudaba qué hacer ante la puerta.

Ella volvió a entrar, fuera las gotas de lluvia empezaban a caer y su paraguas colgaba inútil en su brazo.

La situación se repitió: la tarjeta, el dinero, el recibo, la cartera, sumado a la dificultad de llevar el paraguas y al volumen del abrigo, su mirada se topó con el cartel al apoyarse sobre la puerta de salida : «EMPUJE» y debajo, con una letra igual de azul- aunque algo más pequeña-:

«ÁBRALO»

Por su cabeza cruzó una pregunta «¿Qué abra qué? y fue una pregunta un poco absurda porque ya sus manos se deslizaban sobre la tela y sostenían el mango curvo.

Vió otra palabra algo más abajo con una letra algo más pequeña

«EL PARAGUAS»

Se extrañó (no sería sincera si dijese que no se extrañó), pensó que nunca antes había leído aquel cartel y se preguntó cómo había podido pasarlo por alto tantas otras veces, pero más aún se extrañó al percatarse de que estaba afuera, donde caía un enorme chaparrón desde hacía apenas unos instantes. No recordaba haber salido del cajero, no podía recordar cuando había abierto el paraguas.

Pasaría más de una semana antes de que volviera, fue una de esas semanas de lluvia en las que hasta el alma llegaba a encharcarse, pero ahora el sol comenzaba a brillar mientras las espesas nubes se disipaban en el cielo.

Qué estúpido parecían el tiempo y el espacio, y el dinero cuando el corazón tirita de miedo, esta vez la tarjeta pesaba en su mano, el dinero se volvía polvo entre sus dedos, no había paraguas, ni abrigo, y el cuero pulido de la cartera parecía áspero bajo sus yemas, empujó la puerta con la fuerza que le dejaba el hastío.

No se movió.

Era uno de esos días en los que andar cansaba demasiado, volvió a intentarlo con todas sus fuerzas. La puerta no cedió tampoco esta vez, se apartó un poco y miró el cartel fijamente, movió la puerta y de repente se encontró fuera, con el ánimo renovado y un nuevo sol alumbrando la calle. No sabía cómo había llegado al exterior, ni pensó en ello mientras corría calle abajo. Sólo una palabra escrita en letra azul habitaba su cabeza tras empujar la puerta por tercera vez:

«BÉSALO»

Visitas vecinales

-¿Y tú? ¿Qué quieres que te regale por reyes?

-Chocolate, tu cara y algo escrito por tu mano.

Elegí tener una vida tranquila y contemplativa hace mucho tiempo. Por entonces, ni siquiera había salido de mi cascarón. Vivir así, acorde con mi decisión me había servido para conocer mejor el mundo y sobre todo la existencia humana que siempre me sorprende y me sobrecoge.

Desde que llegué a la casa, ocupo este lugar elevado en el balcón desde el cual puedo ver  el incesante fluir de la vida, el paso de los transeúntes que llevan con sus andares mil historias distintas que yo intento adivinar a través de los barrotes blancos y delgados.

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Como digo, decidí no protagonizar grandes historias esta vez, y el universo fue complaciente: recibo comida cada día como maná caído desde el cielo y tengo un techo sólido sobre mi cabeza. Cuando hace mucho frío un ser bondadoso me lleva al interior donde ocupo un lugar privilegiado cerca del radiador con vistas a la ventana. Desde ahí aún se pueden ver las coronillas de las cabezas en la acerca y el paso de los autobuses en la marquesina de la calle de enfrente.

No os mentiré, a veces quiero vivir aventuras, pero no muchas (que me canso), ni ir muy lejos (me gustan mi terraza y la parcela infinita de cielo que veo desde ella). En realidad no surge de mí esta necesidad, lo que sucede es que a veces, algunos humanos viven su vida de tal forma que me contagian su sed de vivir, de saborear experiencias, de habitar el tiempo finito.

En la mayoría de los casos, cuando algo así ocurre suele ser responsabilidad de mi vecino de abajo. Su vida es una rutina sin rutina: se marcha cada mañana de lunes a viernes a eso de las 7:15 hacia al trabajo y regresa por la tarde a eso de las 17:00. Invariablemente es enérgico y animado y a veces cuando llega tarde baja las escaleras del portal a toda velocidad. Algunos días juega al fútbol o hace kendo en las pistas frente de nuestro bloque o pasea junto a sus hermanos o su madre o una chica de pelo bonito en los jardines de al lado. Los días impares riega la aspidistra de la ventana. Los días pares riega el helecho.

Todo eso está bien, realmente me gusta. Es, posiblemente, mi favorito entre todos los humanos que conozco (que son muchos) pero aún no os he dicho lo mejor: a veces lo escucho cantar en el salón de su casa porque a través de la ventana abierta llegan a mi terraza sus versiones libres y estupendas de canciones de Mariah Carey o de Metallica. Yo lo acompaño con mi característico y de sobra conocido movimiento de cuello y a veces con mi voz gutural intento hacerle los coros.

También lo escucho pasar la aspiradora o hablar con sus amigos. Cuentan historias sobre mundos fantásticos y seres mágicos, pero sobre todo lo que más me gusta es escucharlo reír: su risa es contagiosa y absolutamente franca, me envuelve y me recuerda las cosas buenas de ser humano.

Cuando esto pasa, a veces, sobre todo en las madrugadas de verano si él deja abierta la ventana del balcón voy a hacerle una visita. Levanto con cuidado la puerta de barrotes y me escabullo por debajo de ella. Ando apenas unos centímetros y me mantengo en equilibrio en el borde de la terraza sobre las baldosas de terracota. Cojo aire, ensancho el pecho y me dejo caer, planeando. Tengo que tener especial cuidado de no golpearme contra la barandilla en el proceso o lo que sería peor, darme un cabezazo contra una de las macetas o romperme una pata. Si soy hábil (y suelo serlo) aterrizo con más o menos elegancia en el balcón de abajo, atravieso el umbral de la ventana y me hipnotizan el movimiento de los visillos amarillos bailando con la brisa de la madrugada. El cielo empieza a clarear allá a lo lejos y la luz anuncia que pronto atravesará esos mismos visillos.

Frente a mí en la habitación veo un futón en el suelo y dos cuerpos sobre él:

-¿Qué ha sido eso?- pregunta una voz femenina, la chica de los pelos bonitos. Mi aterrizaje, por lo visto, no ha sido tan silencioso como yo pretendía. Me puede la vanidad: sigo gorjeando para celebrar mi hábil planeo.

-Rufino- contesta él. Ninguno de los dos se mueve apenas- el palomo- añade- creo que ha vuelto a saltar por el balcón – me tienen calado.

-Habrá que llevarlo arriba- dice la chica algo preocupada, no lo suficiente para despertarse del todo, mucho menos para levantarse. Fuera, el día comienza perezoso y yo me desilusiono, sólo quiero pasar un rato más allí, viendo la vida por dentro. Es pronto aún para irme.

-Ahora no- responde él somnoliento ¡Qué bien me cae este chico! aunque creo que habla dormido- seguro que Antonio está durmiendo aún. Además- añade- creo que a Rufino le gusta venir a visitarnos- yo gorjeo de nuevo de puro contento. Noto un movimiento bajo el edredón, un brazo que se mueve bajo un cuello o quizá una pierna que abraza una cadera. Les doy la espalda y contemplo el amanecer enmarcado por la ventana. Sus respiraciones acompasadas me acompañan cuando de repente uno de ellos, no sé cuál, me desea buenos días. Así es como suena la vida cuando descansa para emprender un nuevo día.

Poco después él se despierta y trae una taza de café a la cama para ella. Se apoya en la pared amarilla mientras bebe su chocolate caliente y se pregunta si ya son horas de molestar a Antonio. Sorbe los grumitos que se resisten en el fondo de la taza y me mira mientras dice- Ha sido un placer tenerte aquí, pero seguro que arriba te echan de menos- Se pone una camiseta con dibujos de tribales celtas y en calzoncillos  se agacha para cogerme con firmeza y suavidad. Entre sus manos, mis plumas se esponjan y me siento abrazado. Mis alas blanquísimas se relajan y si estoy muy comunicativo ululo agradecido.

Él subirá las escaleras hasta el tercero y Antonio abrirá la puerta. Apurado dirá que no había notado mi ausencia, que lo siente mucho, que no sabe en qué estará pensando este anciano palomo.

Invariablemente volveré a mi sitio en la jaula en el balcón  junto a la bombona de butano. Observaré cada día a mis amados humanos, y cuando quiera aventura y la puerta de la terraza de abajo esté abierta, haré una visita a los vecinos para celebrar la vida y recibir un abrazo.

 

 

El rincón azul

El rincón azul ocupada un sitio humilde sobre la repisa del salón. La pequeña pantalla blanca de la lámpara proyectaba sombras oscuras de los objetos azules sobre la madera: el florero de cristal azul, la piedras azules, las flores azules y en un marco de pino las figuras de Cézanne que tomaban el sol plácidamente junto al agua y miraban a su alrededor sintiéndose cobijados porque el azul de su entorno era el azul de su piel y de su desnudez.

Habían viajado desde Inglaterra en una carpeta de plástico duro, junto con otros souvenirs del Museo Británico, un billete de diez libras con la cara de su majestad, partituras y cuatro mapas gratuitos de Londres.

Ocuparon su nuevo hogar con sencillez y alegría, sintiéndose a gusto en un sitio que sin duda debía ser el suyo. Fueron un regalo que ella trajo consigo desde lejos para los padres de él, porque al ver las figuras azules, calmadas y regordetas, había pensado en la paz de aquel hogar, del jardín, de la música sonando suave e incansablemente. Su manera de formar parte de aquella paz que estaba muy lejos de su tormenta interior fue ser la portadora de esa imagen, fue el único lenguaje que encontró para cuadrar en aquel mundo que era tan distinto al suyo.

Las figuras azules disfrutaron un tiempo muy breve de aquella paz sólida. Se recostaban sobre el marco del cuadro y a veces refrescaban sus pieles azules con la pintura blanca del cielo sobre sus cabezas. Cuando la música era demasiado alta misteriosamente bajaba hasta el volumen que les era plácido, cuando la música era animada bailaban desnudos en la orilla juntos a los botes, cuando no había música disfrutaban del silencio de la noche de verano, del sol cayendo, de los últimos rayos casi perpendiculares que entraban por la ventana próxima y verdeaban con su amarillo el azul omnipresente de su entorno.

Fue así hasta que ella volvió a su tormenta en busca de su propia paz y no de una paz prestada. Se llevó con ella las figuras azules como ayudantes en su nueva cruzada. Lejos de aquel rincón pasaron a ser otras obras, otros artistas, otras canciones que tomaban de aquel azul -ahora lejano- el frío intenso y hermoso de la nostalgia.

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